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sábado, 3 de noviembre de 2012

SESIÓN CONTINUA. La primera vez.

   
Todo quedaba atrás, la realidad tenía que pedir permiso para atravesar las compactas y arrugadas cortinas de entrada de la sala. Y para un niño de nueve años, retraído y tímido como yo, el paso de acceso costaba. Nunca le quedaré agradecido a mi madre lo suficiente por darme esos pequeños, pero decisivos empujoncitos que me ayudaban a penetrar en las tinieblas. La puerta de acceso tenía dos pequeñas ventanas circulares, que me hacían recordar a los ojos de buey de los barcos algunas veces y a las puertas abatibles de los quirófanos en otras, supongo que mi reminiscencia dependía de mi estado anímico del día. Me acuerdo que siempre llegaba tarde, o más concretamente, siempre me traían tarde al cine, y es que como era Sesión Continua, no importaba llegar a mitad de la película o incluso al final porque después pondrían otro pase y otro y otro, y para un mocoso como yo, daba lo mismo, o al menos eso era lo que pensaba mi hacedora. Lo verdaderamente importante era pasar el tiempo encerrado en la oscuridad y bañado solamente por un haz de luz que rozaba las butacas situadas al fondo de la sala, llamando mi atención e intentando indagar que magia era ésa. Mi aventura en la sala del proyector ocurrió mucho tiempo después, cuando era estudiante del Instituto y la desilusión la dejaré para otro momento. Ahora lo que verdaderamente importa era el recuerdo de la primera impresión, aquella consciente de violar un territorio inhóspito y que con el tiempo se ha convertido en sagrado.
Nada más penetrar en el interior armado con palomitas, regalices rojos y bebidas, la pantalla te daba la bienvenida. Me quedaba hipnotizado por las imágenes y era, otra vez, mi madre quien me conducía a nuestras butacas a base de trompicones, dejando un reguero de palomitas a nuestro paso. Si conseguíamos sentarnos rápidamente, el público nos obsequiaba con un concentrado silencio, pero si por el contrario había pisotazos, nimios empujones, caballeros que se levantaban ante el paso de mi madre y se volvían  a sentar ante mi vacilante caminar, cambiando su expresión de candidez a furia, nos regalaba pitidos y abucheos justificados por nuestra peregrina tardanza a acomodarnos. Una vez superadas las dificultades, todo regresaba al silencio y solo se oía algún que otro ronquido esporádico o alguna que otra pareja de risitas en la esquina trasera de la sala. Y en ese justo momento aparecían unas letras y la música subía de volumen y repentinamente, las luces se encendían, desperezando los rostros atentos y despertando a aquellos que se encontraban distraídos en sus sueños. A estos últimos también los ayudaban codazos de las parejas correspondientes, incitándoles a sonreír, pidiendo disculpas con sonrisas memas por desafiar la confianza traicionada. Pero no pasaba nada, mi madre me consolaba diciéndome que ahora iba a empezar de nuevo el film. Me tranquilizaba y regresaba a mi postura en mi butaca, porque ése era mi territorio, más allá del mismo, lo desconocido representado por unas bolsas de palomitas vacías y arrugadas o vasos de refrescos tirados esporádicamente, e incluso sombras de piernas colgantes de algún que otro compañero del retraso cinéfilo, que también se parapetaba confortablemente en su trono paciente ante la ametralladora luminosa del proyector. Y el film volvía a empezar, una y otra vez, hasta cuatro pases de la misma película, teniendo una duración estándar de noventa minutos aproximadamente por cada repetición. Las luces se apagaban de repente y otra vez el reino de las sombras empezaba a gobernar, incitado por ese bello haz de luz que desafiaba la gravedad de la sala para empotrarse directamente sobre la pantalla, retroalimentándola y aislándonos de la realidad. Desconectaba en cuestión de segundos con los logotipos de los estudios cinematográficos o bien con la primera secuencia de créditos correspondiente. Dejaba atrás todos los problemas, desatendiendo incluso las penurias de mi madre, si es que ese día tenía alguna. Y es que comunicarse con una pantalla es un acto arrebatadoramente egoísta, que te permitía olvidarte de las reprimendas del profesor delante de todos sus compañeros en clase, ¡qué daño ha hecho eso!, y de aquel compañero que no le caía del todo bien y se metía conmigo un día si y al otro también. Todas mis complicaciones se quedaban aparcadas detrás de las cortinas plisadas. Era como si no se atreviesen a invadirme. No osaban atacarme, bastante tenía ya con mis aventuras cinematográficas.


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